Un Auténtico Encuentro Personal con Dios

Alfredo Gómez Moneo

Yo soy un motero tardío. Me daban miedo las motos. Además, como traumatólogo, era frecuente que tuviese que intervenir quirúrgicamente a moteros accidentados, y eso aumentaba mi respeto por las dos ruedas. Muy a pesar mío, y por razones de trabajo, a los 33 años tuve que adquirir una Scooter de 50 cc. y, como suele ocurrir, me enganché y fui de moto en moto hasta llegar a la moto que nunca imaginé que tendría, mi Indian Chieftain.

Bastante antes, a mis 22 años, lo que ocurrió en mi vida fue un auténtico encuentro personal con Dios. Experimenté una conversión genuina. Sí, ¡eso existe!. Cambié.

Pero, ¿cómo ocurrió?… Bien, tenemos que remontarnos al año 1980. Por entonces yo era un joven de 22 años, que cursaba el 5º año de carrera en la facultad de medicina del País Vasco. Humanamente tenía todos los puntos para ser un joven feliz. No me faltaba de nada. Y aunque la vida me sonreía por todos lados, sin embargo, no había paz en mi corazón. Mi vida era un complicado meollo de preguntas trascendentes, y de vías de escape ante la falta de respuestas. Sobre el papel todo iba genial, no tendría por qué quejarme.

He de confesaros que no era feliz. Disfrutaba, sí, pero no era feliz.

Yo era el tercero de seis hijos en una familia vitoriana, bien posicionada socialmente y económicamente. Excelentes relaciones con mis hermanos, con mi cuadrilla de amigos… Joven inquieto… Una buena carrera universitaria, deportista hasta la médula: cinturón negro de Judo, disciplina en la que era instructor, y árbitro colegiado… Al tiempo que estudiaba medicina, trabajaba como instructor de Judo en varios colegios, y a la par que todo eso, estaba muy implicado en el movimiento Scout, donde daba lo mejor de mi vida para aquellos niños, llevarlos a la montaña, hacer acampadas, y enseñarles principios sanos para la vida y la convivencia…

Daba rienda suelta con todo entusiasmo a mis dotes musicales, tocando guitarra y armónica a lo Bob Dylan… Llegué a escribir hasta nueve libros de poemas, y concursaba en certámenes para escritores jóvenes. Y, sí, también había en mi vida una mujer. Casi tres años de noviazgo, nos divertíamos… estábamos enamorados…

Curiosamente, aún conservaba la fe católica que mis padres y el colegio me habían enseñado, aunque era ya el único de mi cuadrilla que todavía asistía cada domingo a misa. Además, tenía la buena costumbre de leer cada noche una porción del evangelio. 

Y cualquiera pensaría: ¿y qué problema puede tener un joven así?… ¡Si lo tiene todo!… es un joven modelo… Dinero, buena educación, carrera, amigos, novia, deporte, trabajo, aficiones, dotes artísticas, preocupación social, y por si fuera poco, tiene fe.

Pues he de confesaros que no era feliz. Disfrutaba, sí, pero no era feliz. Estaba lleno de preguntas, y no me sentía satisfecho. Cada semana, y a veces cada día, durante mis paseos solitarios examinaba todas las áreas de mi vida, y me decía a mi mismo: si en todo me va bien, ¿por qué es que no me encuentro satisfecho…?, ¿qué falta en mi vida?

Esta y otras preguntas, me inquietaban, me martilleaban la cabeza, y pasé una época difícil en la que llegué a entrar en lo que hoy llamaríamos una depresión. Ante tantas preguntas sin respuesta, en mi inmadurez reaccioné jugando en los terrenos peligrosos de la bebida, los porros, y unos cuantos excesos. Hice muchas tonterías que no vale la pena contaros aquí.

Sentí como nunca, la paz de Dios en mi vida, la confianza de saber que Dios era mi padre y mi amigo.

En medio de aquella búsqueda personal que parecía frustrada, conocí a unos cristianos evangélicos, quienes me mostraron un planteamiento, para mí nuevo, del evangelio: Conocer a Cristo como el Salvador y el Señor de mi vida. 

Yo ya conocía el evangelio, pero ahora lo veía con un enfoque que apuntaba a la conversión, al arrepentimiento y el perdón de mis pecados, a la salvación gratuita como regalo de Dios, y aceptar a Cristo en mi vida como mi Señor y mi Salvador… Ese planteamiento me impactó. Pedí a Cristo que me perdonase y que entrase en mi vida. ¡Ese día comencé a ver las cosas de otra manera!… ¡Ese día comencé a ver algo de luz en el oscuro túnel de mis preguntas trascendentes!

Le abrí la puerta de mi corazón, le dije, Señor, no quiero ya vivir más como antes. Límpiame de todos mis errores y de todos mis pecados. Perdóname por todo lo malo que he hecho, y por todas las personas a quienes he odiado. Quiero que tú seas mi Señor. Te seguiré.

Aquel encuentro con Cristo produjo en mí un arrepentimiento sincero, experimenté genuinamente el perdón de Dios sobre mi vida. Me sentí libre, me sentía gozoso. Tenía tremendas ganas de vivir, de disfrutar esa nueva manera de ver la vida, y descubrir ese plan de Dios para mí…

Había “nacido de nuevo”. Había experimentado ese “nuevo nacimiento” del que Jesús habló a Nicodemo en el capítulo 3 del evangelio de Juan. Y sentí como nunca, la paz de Dios en mi vida, la confianza de saber que Dios era mi padre y mi amigo. Y que, entregándole a él el gobierno de mi vida, estaba asegurándome el éxito en la carrera.

Comencé a relacionarme con Dios con un enfoque totalmente nuevo, porque entendí poco después que había dos planteamientos completamente diferentes respecto a Dios. Hasta ese momento, Dios, y la fe que había conocido desde niño, eran simplemente, una parte más de mi vida, un pedazo más de la tarta, junto con los estudios, el deporte, mi novia, los amigos, el trabajo o las aficiones… 

Pero ahora, Dios no era ya una parcela más de mi vida, ¡No!, ahora Dios era EL CENTRO de mi vida. Ahora las parcelas de mi vida encajaban, y tenían sentido en la medida en que dependían de Dios. Cristo era mi dueño y mi Señor, porque yo voluntariamente había tomado la decisión de entregarle mi vida.

Decidí “escudriñar las escrituras”, estudiar a fondo el nuevo testamento, profundizar en las enseñanzas de Jesús, y comprobar cómo vivían las primeras comunidades cristianas.

Me faltaba un año para ser médico, yo no era ningún chiquillo como para que me engañaran con doctrinas nuevas… Por eso, entendía que si quería seguir a Cristo tendría primero que conocerle a fondo. Y si quería conocerle y conocer sus enseñanzas, sus mandamientos, y sus promesas, debía profundizar en la lectura de la Biblia, y en especial el evangelio.

Hubo unas palabras de Jesús en los evangelios que marcaron mis primeros pasos tras mi conversión: “Escudriñad las Escrituras, porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna, y ellas son las que dan testimonio de mí” Juan 5: 39 Jesús decía “escudriñad las escrituras”, no solamente leerlas, no, ¡profundizar!, sacarles todo su jugo, escudriñad… porque las escrituras nos conducen a la vida eterna.

Otro texto que marcó mi vida en aquellos primeros años, es este: “Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. Juan 8: 31, 32 Y lo tomé como una promesa: Si permanecemos en su palabra, somos sus discípulos, conocemos la verdad, y ella nos hace libres.

Decidí “escudriñar las escrituras”, estudiar a fondo el nuevo testamento, profundizar en las enseñanzas de Jesús, y comprobar cómo vivían las primeras comunidades cristianas. 

Y no pasó mucho tiempo, para que viera convencido cómo la enseñanza en la iglesia evangélica era plenamente Cristocéntrica, y siempre se basaba en las escrituras. Seguro que no era una iglesia perfecta… pero me guiaba a una relación personal con Dios, y en lugar de enseñarme cuestiones religiosas, litúrgicas, o ceremoniales, me enseñaba la palabra de Dios, y cómo aplicarla a mi vida.

El ejemplo que veía en los cristianos evangélicos apoyaba mis observaciones. Dejé de asistir a misa, pero no me sentí por ello un traidor a mis raíces, a mi familia, ni a mi cultura. Entendí que había encontrado una manera fiel de seguir las enseñanzas de Jesús, y de vivir una relación personal con él.

 Sin embargo, nada de esto fue fácil. En los ochenta, socialmente era mal visto que alguien entrara en alguna de aquellas Iglesias Evangélicas… era la España de entonces. Experimenté incomprensión en la familia, entre los amigos y compañeros, incomprensión en mi propia novia…

Ese Jesús me libertó a mí, cambió mi vida, y sé que un día le veré, ¡esa es mi esperanza!

Con el tiempo, y a medida que mi conocimiento de la Biblia aumentaba, también lo hacía mi grado de compromiso con mi fe y con mi iglesia. No éramos simples simpatizantes del cristianismo, queríamos ser discípulos de Jesús, cristianos comprometidos, a todos los niveles… Habíamos entregado a Cristo nuestras vidas, y eso significaba entregarle a él la prioridad, entregarle nuestro tiempo, nuestra vida, nuestra dedicación.

Estudiando los evangelios, comencé a ver y entender las promesas de Dios con una visión totalmente renovada: aprendí que Jesús no promete un camino fácil, pero sí promete su presencia en nuestras vidas. Nos desafía a ir contracorriente, pero nos asegura la salvación; nos promete que por nuestro interior correrán ríos de agua viva. Nos dice: “mi paz os dejo, mi paz os doy, yo no la doy como el mundo la da”. Nos habla de que su gozo estará en nosotros, nos dice que su propósito es darnos una “vida abundante”, y sobre todo, nos promete que seremos “verdaderamente libres”.

Y en medio de un mundo que nos absorbe, nos entretiene y nos esclaviza (aunque haciendo que nos creamos libres) aprendí que la verdadera libertad consiste en conocer, amar y servir a Cristo. 

Por otro lado, resultó para mi muy estimulante, el conocer años después, que había muchos moteros también cristianos. CMA fue un gran descubrimiento. Juntos rodamos, pero también juntos compartimos nuestra fe y nuestras inquietudes. Somos una familia.

Para terminar, una última reflexión: El panorama que nuestro mundo actual nos presenta es ciertamente desalentador, y a veces desolador, a muchos niveles… pero aún así, puedo asegurarte que Jesús de Nazaret sigue vivo y muy activo. Él vino “para libertar a los cautivos, para dar vista a los ciegos y para anunciar el tiempo agradable de Dios para con los hombres”.

Ese Jesús me libertó a mí, cambió mi vida, y sé que un día le veré, ¡esa es mi esperanza!

Y tú puedes también conocerle.